martes, 26 de febrero de 2008

¡Aquellos felices años!


Cuando veo alguno de los filmes que recuerdan mi niñez no puedo evitar el reír continuamente.
No es que me hagan gracia las travesuras que se cuentan o descuentan, simplemente, a pesar de haber sido un niño estándar de aquella época, me veo reflejado en las imágenes y en los pensamientos.
Aquella nuestra inocencia pueblerina que nos hacia tener grandes ideales de futuro mientras nuestros padres, simplemente, trataban de subsistir.
Aquella visión impuesta desde "las más altas instancias del poder" que nos hacía pensar que lo de fuera siempre era mucho mejor que lo nuestro mientras nosotros eramos "la reserva moral de occidente". El inventor de éstos majestuosos términos era un genio merecedor del premio Nobel porque… con la que estaba cayendo, hay que tener una imaginación bien regada para llegar a éstas conclusiones. Otra de las posibilidades podría ser que el susodicho estuviera bien regado cuando la musa llamó a su puerta pero…lo que resulta más esclarecedor es que todos los seguidores, chupamedias y acólitos no sintieran ningún sonrojo para repetir la frasecita. ¿Qué sucedía realmente en esa nuestra sociedad infantil?.
En la escuela, antes eran escuelas lo que ahora llamamos colegios, debíamos tener una facha increíblemente patética para que una vez por año nos dieran unas carpetas de puro cartón de color rojo con gomas, un lapicero y 500 hojas de papel tamaño A4. Era el Ministerio de Educación quien generosamente nos compensaba.
Otra de las indicaciones de nuestra pobreza era que munídos de un vaso de plástico, cada día, hacíamos una larga fila para recibir un vaso de leche en polvo. Era solamente la leche ofrecida por los norteamericanos en su acuerdo de bases militares por ayuda económica porque lo que era azúcar u otros aditivos había que llevarlo de casa, si se tenía.
A partir de los diez años mi padre me envió a un colegio. La diferencia era poca, el colegio estaba en la capital de provincia y la escuela en el pueblo, era todo, porque allí nos encontramos todos los pueblerinos con unos padres con una visión más amplia de la vida que los padres de los que se habían quedado en el pueblo. Durante las vacaciones, todos, volvíamos a ser los pueblerinos de siempre.
Cuando llegó nuestra hora de gloria, edad adulta con menos penuria, a veces contaba la historia de las cenas en el colegio para regocijo de los escuchadores, a saber lo que habían vivido ellos. Durante muchos años cené solamente dos galletas "María" mojadas en agua. Lo de mojarlas en agua era para que al hincharse el estómago creyese que había cenado opíparamente, digo yo. Realmente este tipo de cenas no nos sorprendía a ninguno de los pueriles alumnos, ¿sería que nadie cenaba en su casa antes de venir al colegio? En mi casa cenábamos muy bien, mi madre cocinaba de maravilla, sin embargo en ningún momento protesté, ¿para qué? Lo pasábamos estupendamente toda aquella pandilla de niños juntos, eso sí, todos varones.

Francisca no me puede leer, murió hace tiempo, pero te quería pedir disculpas por el gran batacazo que te arree con la cruz metálica de la iglesia. Debía de ser por las cenas del colegio o simplemente por que no era tan fuerte como los demás chicos de mi "panda", el caso es que aquella cruz pesaba como un demonio y en un momento de debilidad fue a aterrizar sobre tu cabeza.

Ciertamente nuestra juventud fue diferente a la de otros niños de países llamados civilizados pero también es cierto que ese estilo de vida nos hizo más fuertes en otros sentidos y después de ver, años más tarde, lo que había en Europa, no tengo envidia de nada, me siento una persona realizada.

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