lunes, 25 de febrero de 2008

"Agarrarse a un clavo ardiendo"


Solamente tenia veinticinco años y aunque mi experiencia vital no era nada desdeñable creo que aun estaba "mas verde que un geranio", como diría un castizo madrileño.

Aquella tarde, como otras muchas, mi maltrecha economía me había recomendado quedarme tranquilamente en casa. Tenia una buena colección de libros, mis relajantes peces, y, para ser sinceros, no muchas ganas de salir.

Un buen wisky, unas cómodas zapatillas y a leer. Sin embargo mi gozo duró poco.
No habían pasado ni diez minutos desde que me instalara cómodamente cuando el teléfono sonó.
Al otro lado de la linea había una mujer joven que pedía auxilio.
No, no gritaba ni nada de eso, eso sólo ocurre en las películas americanas, simplemente era una persona que necesitaba hablar.
Nunca me había sucedido nada parecido y hasta ahora a mis cincuenta y tantos, nunca me ha vuelto a suceder.
La joven que se encontraba al otro lado simplemente necesitaba un chaleco salvavidas para no suicidarse, no quería hacerlo, sin embargo debían de existir circunstancias que le impulsaban a ello.
Hablaba, hablaba y yo solo escuchaba. Verdaderamente tampoco hubiera sabido decir nada.
Todo era demasiado complejo.
Falta de dinero, un amor despechado, un hijo no deseado, falta de una casa donde acogerse, unos padres que por su pobreza no entendían nada y además no disponían de recursos para ayudar a su hija, o al menos eso deduje. Un verdadero rompecabezas.
Yo sólo tenía veinticinco años. Es cierto que no habían sido fáciles , internado con disciplina eclesiástica seguida de tres años de subsistencia en la armada con disciplina militar. Estudios entrecortados aquí y allá, trabajo mucho trabajo. Viajes, muchos viajes. Allí donde hubiera dinero, allí estaba, en mi casa era lo único que no teníamos y al menos, con estos viajes, habría una boca menos que alimentar. Me "apuntaba a un bombardeo" si hubiera sido necesario.
Mi interlocutora seguía hablando pero en ningún momento sus problemas fueron menores que los mios, ella necesitaba hacer ésta confesión a un anónimo, a alguien que no le pudiera echar en cara su conducta, su falta de pudor, su pobreza, su desgracia, en definitiva.
El monólogo duró más de una hora. En aquel país las llamadas telefónicas se pagaban por conexión y no por tiempo hablado. ¡ Puf !.
Cuando paró de hablar, yo no sabía que decir. ¿Cómo podía haber personas tan desgraciadas?
Me tocaba hablar a mí.
¿Tenía que tranquilizar, dar ánimos, preguntar, reprimir, aconsejar, utilizar un tono solemne, un tono convivial, joven, adulto, de esperanza, de comprensión, de dulzura, de indiferencia …?. Nunca me había visto en semejante encrucijada a pesar de haber vivido ciertas situaciones esperpénticas.
Comencé a hablar de lo bonita que era la vida, de que no todo estaba perdido, de que el amor (algo que yo desconocía) era lo mejor que podía sucederle a un ser humano y que, sin ningún tipo de duda, ella se volvería a enamorar y en poco tiempo se habría olvidado de los momentos en que actualmente estaba sumergida.
Hablé de historia, filosofía, ciencia, inventé autores literarios, recité poesía inexistente, entoné alguna que otra balada con mi guitarra haciendo malabarismos circenses para mientras tanto sujetar el teléfono.
No se cuanto tiempo pasé intentando convencer a aquella persona sobre lo bello que era vivir.
El teléfono dio tono de estar colgado. No volví a saber más de aquella persona.
Las semanas siguientes recé, aun era creyente, por aquella mujer joven.
No volví a pensar en ella, no me volví a preocupar, no sé que le sucedió.
¿Hice lo correcto? Creo que sí o al menos no supe hacer nada mejor.

No hay comentarios: